viernes, 25 de noviembre de 2011

Apatrullando La Sagra


Podría escribir sobre ellas. Como casi todo el mundo. Parece ser que hoy es su día. Yo no lo creo así. Por eso no voy a escribir sobre ellas. Porque a mi ellas me importan todo el año. Porque lo que yo quisiera es que ellas nunca hubiesen existido. Porque lo que yo he soñado es que ellos jamás las inventaron. Pero mi sueño se convierte en pesadilla, y existen. Existen hoy, mañana y ayer. No… me niego a escribir hoy día 25 sobre ellas, porque algo de mí siempre lleva el color morado. Por eso y por más cosas, hoy día 25 yo prefiero escribir de mi gusto por conducir.

Sí, me gusta conducir. Y no, no tengo un BMW. Pero para que lo quiero si tengo un Opel Astra del año 1998, color verde –que te quiero verde- con más de 300.000 km. Y que en estos momentos descansa en el garaje cubierto por una capa de polvo de 10 centímetros aproximadamente en el exterior y una más fina en el interior. Pues sí, aún así –ya que de esto último tiene la culpa la abajo firmante-, me gusta conducir. Es más, me gusta conducirlo.
Mi coche cumple muchas funciones en mi vida. Muchas de ellas de importancia vital. Mi coche es mi segundo armario. En él me esperan siempre los zapatos que necesito después de una noche con tacones. Con dolor en los talones. En él me esperan chaquetas para que no pase frio. O para que no lo pasen mis amigas. Y también, medias… por si las moscas. O por si las uñas.

Mi coche creaba hasta hace unos días un microclima perfecto para desplazarme tanto en invierno como en verano, así como en las estaciones intermedias de las que el cambio climático parece privarnos. Digo creaba, porque ahora en invierno, y en esto que vivimos que parece otoño, ya no lo crea. Ahora lo que crea es un microclima empañado, por lo que tengo que bajar las ventanillas o no respirar. Pero claro, esto es como susto o muerte. Susto, susto.


Mi coche, el pobre, tiene la luna partida, arañazos por todos lados, algunos golpes de más, y para colmo, le atacan las lechuzas asesinas. Que no se, si la que lo ataco hace un mes, sería la cartera de Harry Potter, pero sí lo era, desde aquí aviso al mago de que no le llegará la carta.

En mi coche es donde tengo mis citas con Carlos cada mañana -con permiso de Clark-, que me canta, me tararea, me dice que soy una camastrona, me anuncia el dememory –para tener memorión-, me susurra –ay-, me hace reír, o sonreír.

Mi coche es mi estudio de grabación, en el doy mis mejores conciertos, en unppluged claro, que yo soy una profesional. Mi volante ejerce de batería o de cajón cuando me siento flamenquita. Me las canto todas. Súbelo. Y no solo grabo como solista, también en grupo. Y te piensas en esos momentos… y ves que en todos sonríes. Con tan poco, con tan mucho.

Y cuantas horas de conversación hay en un coche, y cuantas miradas cómplices, cuantos caminos transitados –algunos incluso atrancados, pero eso da para otro ginger- y cuánta gente ha pasado por nuestro coche, y ahora quizá no esté, pero su recuerdo sigue en el. Cuántas ilusiones han viajado… y cuantos botellones ha albergado su maletero. Sí, mi Astra a veces se convierte en Kop-auto y somos las reinas del parking. Y de dónde haga falta darling.

Y a vosotr@s… ¿os gusta conducir?

Yo os mentiría si me despidiese sin decir que a mí si… me gusta conducir… pero a veces.

Salud.

Fotos: deviantArt.com

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